El miércoles
el Alcalde me llamó y me anunció que iba a elevar al Pleno una propuesta para
que la Avenida del Oeste pase a ser la Avenida Alcalde Francisco Segovia. Lo
agradecí sinceramente. Consideré que era un reconocimiento merecido. Y sigo
creyéndolo. Y pienso que no habrá problemas para que la propuesta sea apoyada de
modo unánime.
He pensado
mucho en estos días sobre ello. Este tipo de recuerdos, tan perdurables,
recuerdos que nos sobrevivirán a nosotros y a nuestros hijos y no sabemos a
cuántas generaciones más hacen que quienes los otorgan se conviertan por
momentos en pequeños dioses que extienden su mandato hacia la posteridad.
Una posteridad
en la que de algún modo se instalará el nombre de mi padre. Su nombre, que no
él. Un nombre que permitirá a quien no lo conoció clasificarlo, etiquetarlo,
idealizarlo. Los que lo conocimos no podremos dejar de sentir perplejidad
porque casi siempre las hazañas de quienes han merecido reconocimiento han
sucedido lejos de nosotros.
Y me doy
cuenta, dramáticamente, de que esta visión lejana, la de una inscripción en una
calle, será la de mis hijas. Quizás Sol, que tenía seis años cuando murió su
abuelo, pueda tener algún recuerdo propio. Y quizás, también, por eso, cuando vislumbre a su abuelo en esa mezcla
de realidad y sueño con que nos aparecen las cosas que nos pasaron en la primera
infancia, sabrá que su abuelo fue, pese a todo, un hombre que, por mucha
inscripción que tenga, fue falible, porque de cuando en cuando se equivocaba,
fue extraordinariamente crédulo y confiado, como los
niños, poco dotado para esa divina cosa que es el humor, y muy dotado,
tristemente, para desprenderse con preocupante liberalidad de sus propios
éxitos, como si no le hubiera costado nada conseguirlos.
Será
responsabilidad mía que sepan que su abuelo fue cariñoso, protector, humilde,
soñador – a veces en exceso - y vitalista. Que cuando murió su patrimonio más
elocuente era su cultura, y desde luego no el dinero ni las propiedades, como
es obvio. Que hizo acopio de esa cultura en el primer tercio de su vida.
Que no estaría mal que ellas lo vieran en esto como ejemplo.
Quiero que mis
hijas sepan que si en nuestra casa se cuida la manera de escribir o de hablar
es también, en gran medida gracias a él. Y esto, que puede parece una tontería,
es la base del pensar y del actuar.
Deben saber
que si nos preocupa nuestra reputación o lo que digan de nosotros es porque a
él le preocupaba. Que es por él si no nos precipitamos en los juicios. Que si
no nos interesa en absoluto lo que se cuece en las casas de los demás de
puertas para adentro es por él. Que si les sale una vena sobria y aseada, poco
dada a la gula y aficionada al justo término, probablemente
sea por él.
Y quiero que
sepan, cuando vean su nombre en la calle, que si somos empáticos, que si solemos dar las gracias, que si respetamos
al otro y no vamos por ahí escupiendo palabras que humillen a los demás es, en
buena medida, gracias a él.
Pero ellas ya
se irán dando cuenta.